1788-1850
El Padre de los Misioneros Bautistas.Así llaman muchos a Adoniram Judson.
Quien además fue lingüista y traductor de la Biblia. Nacido en
Massachussets en 1778 en el seno de una familia cristiana. En
1834 concluyó una traducción completa de la Biblia en idioma
birmano. Durante la guerra anglo birmana, permaneció veintiún meses en
prisión. En 1845 regresó a Estados Unidos, mas en 1847 se
embarcó nuevamente hacia Birmania donde trabajaría durante los
últimos años de su vida en la realización de un diccionario inglés birmano.
Falleció el 12 de abril de 1850 y su cuerpo fue entregado al mar.
Adoniram Judson nació en un hogar cristiano, en el
seno de una familia congregacional. Su padre era pastor congregacional
con férreas convicciones.
Fue un niño precoz. A la edad de tres años dominaba la lectura como para
leer
fluidamente la Biblia. A los diez años, ya sabía griego y latín. Su
padre lo mandó a los mejores colegios de Nueva Inglaterra, y finalmente a
la Universidad de Brown, de donde egresó como el mejor alumno de su
promoción.
Allí se fue convirtiendo en un ateo absoluto, circunstancia que ocultó a
su familia hasta que tuvo cerca de veinte años. En ése momento decidió
viajar a Nueva York para estudiar teatro.
Allí trabó amistades con vagabundos, jugadores y todo
tipo de personas de baja calaña. Su distaba mucho del sueño
neoyorquino, y pudo ver como sus expectativas se diluían rápidamente.
Una noche, se dirigió a Sheffield y se hospedó en la posada de un
pueblito donde nunca había estado antes. La única habitación disponible
estaba al lado de la de un joven que estaba muy enfermo, a punto de
morir. Esa noche Adoniram no pudo dormir, escuchando los lamentos y
quejas del enfermo. A la mañana siguiente, al preguntar por la salud del
joven, le informaron que había muerto al amanecer. Su nombre era Jacob
Eames. El corazón de Adoniram dio un vuelco. La primera cosa que se le
vino a la mente fue:
«Él no creía en Dios; él no era salvo; él está en el infierno». Sin
darse cuenta cómo, se encontró viajando de regreso a su casa. Desde
entonces todas sus dudas acerca de Dios y de la Biblia se desvanecieron.
No pasó mucho tiempo después que él mismo se volvió a Dios, dedicándole
su vida entera.
Por esa época eran conocidos y muy respetados los
misioneros en los países de tierras lejanas. Sus libros eran un tesoro
preciado para cristianos e investigadores. Este fue el primer contacto
con lo que sería una voz cada vez más fuerte al llamado ministerial.
Adoniram contaría que en un día de febrero de 1810, las palabras “ Id
por todo el mundo y predicad el Evangelio” se transformarían en un
mensaje tan claro y fuerte como una voz audible. Ese mismo día consagró
su vida respondiendo al llamado al oriente. Más lo primero que pensó fue
en el Medio Oriente, en Palestina, para trabajar con los judíos.
Finalmente el camino lo llevaría a Birmania. Aún en
su tierra natal, y dedicando su vida al ministerio, la llama de su amor
por la vocación a la que había sido llamado, lo mantenía expectante ante
la oportunidad para viajar.
A Judson se le ofreció en ese mismo tiempo un puesto
en el cuerpo docente de la
Universidad de Brown, invitación que él rechazó. Luego, sus padres le
instaron a que aceptase hacerse pastor asociado con el Dr. Griffin en la
iglesia de la calle Park, que era en ese entonces «la iglesia más
grande de Boston». Pero él también lo rechazó. Y cuando su madre y
hermana, con muchas lágrimas, le recordaban los peligros de una tierra
pagana, contrastándolos con las comodidades del campo doméstico, volvió a
verificarse la antigua escena del libro de los Hechos. «¿Qué hacéis
llorando y afligiéndome el corazón?, porque yo no sólo estoy presto a
ser atado; más aún: a morir en la India por el nombre del Señor Jesús».
«Ataría a mi hija a una casilla postal antes que dejar que se case con
ese misionero », decía toda la ciudad acerca de Adoniram cuando él
estaba buscando una esposa. Nunca antes una mujer norteamericana había
ido a la India como misionera.
Adoniram puso sus ojos en una joven llamada Ann
Hasseltine, hija de un diácono.
Ann había tenido su primera experiencia con Cristo a la edad de
dieciséis años tuvo. Cierto domingo, mientras se preparaba para el
culto, quedó profundamente impresionada por estas palabras: «Pero la que
se entrega a los placeres, viviendo está muerta». Su vida fue
repentinamente transformada. Desde entonces, todo el ardor que había
demostrado en la vida mundana, ahora lo sentía en la obra de Cristo. Por
algunos años antes de aceptar el llamado para ser misionera, trabajó
como profesora y se esforzaba por ganar a sus alumnos para Cristo.
Seis meses antes de salir para India, Judson escribió una carta al padre
de ella, pidiéndole su hija.
En parte de la carta decía: «Deseo preguntarle si usted puede consentirme partir
con su hija
la próxima primavera, para no verla nunca más en este mundo; si
usted aprueba su ida y su sometimiento a las penalidades y
sufrimientos de la vida misionera; si usted puede consentir en su
exposición a los peligros del océano, a la influencia fatal del clima
del sur de India; a todo tipo de necesidad y dolor; a la
degradación, a los insultos, a la persecución, y quizás a una muerte
violenta. ¿Puede consentir usted en todo esto, por causa de Aquel
que abandonó su morada celestial, y murió por ella y por usted;
por causa de las perdidas almas inmortales; por causa de Sion, y la
gloria de Dios? ¿Puede usted consentir en todo esto, en la esperanza de
encontrarse pronto a su hija en la gloria, con la corona de justicia,
gozosa con las aclamaciones de alabanza que tributarán a su Salvador los
paganos salvados –por su intermedio– del infortunio y la eterna
desesperación?».
Increíblemente, el padre dijo que ella debía decidir
por sí misma. Ella escribió a su amiga Lydia Kimball: «Me siento deseosa
y expectante, si nada en la Providencia lo impide, pasar mis días en
este mundo en las tierras de los paganos. Sí, Lydia, tengo la
determinación de dejar todas mis comodidades y goces aquí, sacrificar mi
afecto a los parientes y amigos, e ir donde Dios, en su Providencia,
tenga un lugar para establecerme». Adoniram y Ann se casaron.
Se embarcaron con rumbo a la India en 1812. Su
travesía duró cuatro meses. Llegaron a Calcuta en el verano de 1812,
llenos de entusiasmo, para predicar el evangelio. Pero recibieron
órdenes perentorias del gobierno británico de que dejaran el país
inmediatamente y volvieran a América.
Triste de corazón, la pequeña compañía volvió a la
Isla de Francia, admirada de que le fuese tan violentamente cerrada la
puerta que le había parecido tan grande y eficaz. Pero con una
determinación invencible, volvieron a la India, llegando a Madras en
junio del año siguiente. De nuevo fracasó su propósito y de nuevo les
fue ordenado que se fuesen del país. Ellos decidieron irse a Rangún,
Birmania (hoy Myanmar).
William Carey, el gran misionero que por ese tiempo
vivía en la India, les advirtió que no fuesen allí, pues era un país
cerrado, con un despotismo anárquico, rebelión constante e intolerancia
religiosa. Además, estaba el triste récord de que todos los misioneros
anteriores habían muerto. Sin embargo, nada de eso hizo cambiar de
opinión a Adoniram Judson.
Mientras Adoniram y Ann finalmente se establecían en
su hogar en el campo misionero de Birmania, ellos se dieron cuenta que
debían de aprender el idioma. En todo lugar en el cual estuvieran, en
mercados, en la calle, ellos podían escuchar una lengua extraña. Con
sólo escuchar uno podía desanimarse, pero los Judson determinaron que
iban a aprender el idioma. Su misión era ganarles a ellos para Cristo –
¿cómo podrían hacerlo si ellos no podrían ni siquiera llevarles el
mensaje de salvación? No había diccionarios, ni libros que pudiesen
ayudar.
Adoniram se propuso entonces aprender el idioma y la única forma que
conoció era balbuceando y señalando, como cuando un niño recién empieza a
hablar. Adoniram encontró a un hombre a quien le pagaba para que les
enseñase el idioma – es decir, sentarse y hablar con ellos todo el día.
Finalmente decidieron preparar su propio diccionario y gramática.
Mientras el país comenzaba a alborotarse a causa del
gobierno, los Judson comenzaron a temer por sus vidas y su misión, la
cual estaba empezando a crecer. Inglaterra le había declarado la guerra a
Birmania.
Un día, mientras Judson trabajaba en la traducción de la Biblia al
birmano, dos policías llegaron a la casa. Ellos habían visto a Adoniram
entrar a un banco británico por la mañana y asumieron que él era un
espía inglés. Mientras el abría la puerta, uno de los hombres dijo:
«Moung Judson, usted es llamado por el Rey». Esto significaba sólo una
cosa – Arresto.
A Judson lo llevaron a la cárcel, mientras que Ann
fue puesta bajo custodia militar
estricta. La cárcel era imposible de describir. El hacinamiento, la
sociedad y la convivencia con lo peor del estado humano, hacían de ese
lugar algo terrible. Judson había sido siempre un amante de la limpieza,
y eso hacía que sus sufrimientos fueran aún peores. Para estar seguros
de que los presos no se escaparían, los ataron con tres cadenas en cada
pié y unos meses después agregaron otros dos pares. Este era solo uno de
las formas varias de crueldad a la que eran sometidos. Era claro que no
solo era encarcelamiento sino la peor de las torturas.
Mientras tanto, la señora Judson hacía todo lo que
podía por ayudar a su esposo. Por intermedio del gobernador, consiguió
que se le permitiese visitarlo, cosa que hizo siempre que pudo. Además
la autorizó para llevarle comida y almohadas.
Esto de las almohadas pasó a ser trascendental en el anecdotario de
Judson. El misionero había traducido al birmano, con mucho trabajo, todo
el Nuevo Testamento y, cuando fue apresado, su esposa enterró el
manuscrito en el fondo de su casa.Pero llegó el otoño y en Birmania
(Myanmar) llueve mucho en es época, de modo que era imposible dejarlo
enterrado porque se iba a echar a perder. Entonces Judson y su esposa
tuvieron una idea.
Ella hizo una almohada grande y gruesa, metió adentro
el Nuevo Testamento y se lo llevó a su esposo a la cárcel, que era el
último lugar donde irían a buscarlo.
Poco después, la señora tuvo una de niña a la que nombró María. Debido a
que tenía que cuidar a la pequeña, durante unos días Ann no visitó a su
esposo. Entonces los carceleros aprovecharon para molestarlo
nuevamente. Entre otras cosas, le robaron su almohada, que era lo que
más él quería, porque adentro estaba el Nuevo Testamento. Cuando Ann se
enteró, hizo otra mucho más linda y más atractiva, y le ofreció al
carcelero de cambiársela, cosa que éste aceptó con agrado.
Ann siguió visitando al gobernador para pedir por la
libertad de su esposo. El gobernador “se lavaba las manos” diciendo que
no podía hacer nada. Lo único que permitió fue que levaran a Judson al
patio de la prisión y lo pusieran allí, en una jaula. Era una jaula para
animales, tan baja que no se podía poner de pié, pero, así y todo, era
mejor que la celda llena de suciedad, inmundicias y peores “compañeros”.
Además, se le permitía a Ann permanecer mucho más tiempo que el
concedido a las visitas regulares a los alojados en las celdas.
Un día, estando Adoniram muy enfermo, su esposa fue a
visitarlo. Pero el gobernador mandó llamarla de inmediata con la excusa
de que viese un reloj que él no lograba hacer funcionar. La señora
Judson no sabía que esa era la forma en la que, en un gesto de piedad,
el gobernador quería evitarle el dolor de ver como trasladaban a sus
esposo.
Al mediodía, con una temperatura que hacía hervir la
arena, hicieron marchar a Judson. Él estaba con fiebre, descalzo, y sus
sufrimientos eran tan grandes que casi no podía caminar; y para peor,
sus piernas se habían endurecido y sus músculos atrofiados por la falta
de ejercicio durante su encarcelamiento. Así hicieron más de doce
kilómetros.
Judson se encontraba tan debilitado que otros
detenidos lo ayudaron a continuar. Otro de los presos murió en el
camino. Como estaban tan cansados, el oficial a cargo, que los llevaba,
comprendió que había peligro de que murieran todos antes de llegar y,
para evitarlo, los dejó dormir durante la noche y hasta les dio algo de
agua y comida. Esto les permitió soportar lo que aún faltaba hasta
llegar a la otra cárcel que se llamaba Cungpenla.
Dios protegió el manuscrito de la Biblia. Un
discípulo de Judson que quería tener un recuerdo de su maestro, se llevó
la almohada, sin saber que tenía adentro. Esto permitió que mucho
tiempo después pudieran recuperarlo. Allí el rigor del encarcelamiento
fue aún peor. Así y todo, su esposa, que para entonces
había tenido ya tres hijitos, siguió visitándolo. El avance inglés sobre
Birmania consistía un serio peligro para los detenidos. Judson era
norteamericano, aún así los birmanos lo consideraban como si fuera un
espía inglés. Pero para sorpresa de Judson, cierto día fue convocado
para servir de traductor e intermediario entre los birmanos e ingleses.
Tan pronto como estuvo fuera, corrió a su casa, ya
que su esposa no lo visitaba desde hacía un tiempo. La encontró
gravemente enferma. Pronto moriría. En principio solo le dieron la
libertad a medias, ya que solo podía ir a donde lo mandaran. Finalmente
se firmó la paz y Judson pudo dedicarse plenamente a predicar el
Evangelio y a trabajar sobre la traducción de la Biblia.
Seis años después de su arribo a Birmania, bautizaron
a su primer convertido, Hamhung Nau. La siembra fue larga y dura. La
siega aún más, durante años.
Pero en 1831 había un nuevo espíritu en la tierra. Judson escribió: «La
búsqueda de Dios se está extendiendo por todas partes, a lo largo y
ancho del territorio. Hemos distribuido casi 10.000 tratados, dándolos
sólo a aquellos que
preguntan. Muchos han venido a pedir consejo. Algunos han viajado dos o
tres meses, de las fronteras de Siam y China, para decirnos: ‘Señor,
hemos oído que hay un infierno eterno, y tenemos miedo de él. Dénos un
escrito que nos diga cómo escapar de él’. Otros, de las fronteras de
Kathay: ‘Señor, nosotros hemos visto un tratado que habla sobre un Dios
eterno. ¿Es quien
regala tales escritos? En ese caso, le rogamos nos dé uno, porque
queremos saber la verdad antes de que muramos’. Otros, del interior del
país, donde el nombre de Jesucristo es un poco conocido: ‘¿Es usted el
hombre de Jesucristo? Dénos un escrito que nos hable sobre Jesucristo’».
Durante los seis largos años que siguieron a la
muerte de Ann, trabajó solo, hasta que finalmente se casó con Sarah Hall
Boardman, la viuda de otro misionero. La nueva esposa, que gozaba los
frutos de los incesantes esfuerzos que había realizado en Birmania, se
mostró tan solícita y cariñosa como Ann. Judson perseveró durante veinte
años para completar la mayor contribución que se podía
hacer a Birmania: la traducción de la Biblia entera a la propia lengua
del pueblo. En poco tiempo, esa Biblia fue distribuida en toda Birmania.
Hoy, muchos años después, todavía se usa esa misma traducción. Y los
birmanos la llaman con mucha propiedad la «Biblia Almohada».
Después de trabajar con tesón en el campo extranjero
durante treinta y dos años, y para salvar la vida de Sarah, se embarcó
con ella y tres de los hijos de regreso a América, su tierra natal. No
obstante, en vez de mejorar de la enfermedad que sufría, ella murió
durante el viaje. Fue sepultada en Santa Helena. Así llegó Judson a su
tierra: solo y enlutado. Quien durante tantos años había estado
ausente de su tierra, se sentía ahora desconcertado por el recibimiento
que le daban en las ciudades de su país. Se sorprendió al comprobar que
todas las casas se abrían para recibirlo. Grandes multitudes venían para
oírlo predicar.
Sin embargo, después de haber pasado treinta y dos años en Birmania, se
sentía como extranjero en su propia tierra, y no quería levantarse para
hablar en público en su lengua materna. Además, sufría de los pulmones y
era necesario que otro repitiese al auditorio lo que él apenas podía
decir balbuceando.
Judson sólo tenía una pasión: volver y dar su vida
por Birmania. Su estancia en los Estados Unidos fue breve. Duró el
tiempo suficiente para dejar a sus hijos establecidos y encontrar un
barco de retorno. Todo lo que quedaba de la vida que él había conocido
en Nueva Inglaterra era su hermana. Ella había mantenido su cuarto
exactamente como había sido 33 años antes y haría lo mismo hasta el día
en que ella murió. Para asombro de todos, Judson se enamoró por tercera
vez, esta vez de Emily Chubbuck, con quien se casó el 2 de junio de
1846. Ella tenía 29 años; él 57. Ella era una escritora famosa y había
dejado su fama y su carrera para ir con Judson a Birmania. Llegaron en
noviembre de 1846. Y Dios les dio cuatro de los años más felices que
cada uno de ellos había conocido.
Los últimos destellos del otoño En su primer aniversario, 2 de junio de
1847, ella escribió: «Ha sido lejos el año más feliz de mi vida; y, lo
que aún es a mis ojos más importante, mi marido dice que ha sido el más
feliz de su vida. Yo nunca he visto otro hombre que pudiese hablar tan
bien, día tras día, sobre cualquier tema, religioso, literario,
científico, político, y – sobre bebés».
Ellos tenían un hijo, pero entonces los viejos males
atacaron a Adoniram por última vez. La única esperanza era enviar al
enfermo en un viaje. El 3 de abril de 1850 lo llevaron al Aristide Marie
que zarpaba hacia la Isla de Francia, con un amigo, Thomas Ranney, para
cuidarlo. En su miseria él era despertado de vez en
cuando por un dolor tan terrible que acababa vomitando. Una de sus
últimas frases fue: «¡Cuán pocos hay que mueren tan duramente!».
Pasadas las 4 de la tarde del viernes 12 de abril de
1850, Adoniram Judson murió en el mar, lejos de toda su familia y de la
iglesia birmana. Fue sepultado en el océano. «La tripulación se reunió
en silencio. No hubo ninguna oración. El capitán dio la orden. El ataúd
resbaló a través de un tablón hasta las aguas, a sólo unos cientos de
millas al oeste de las montañas de Birmania. El Aristide Marie prosiguió
su ruta hacia la Isla de Francia». Diez días más tarde, Emily dio a luz
a su segundo hijo, que murió al nacer. Ella supo cuatro meses después
que su marido estaba muerto. Volvió a Nueva Inglaterra y murió de
tuberculosis tres años más tarde, a la edad de 37 años.
Adoniram Judson acostumbraba pasar mucho tiempo
orando de madrugada y de noche. Él disfrutaba mucho de la comunión con
Dios mientras caminaba de un lado a otro. Sus hijos, al oír sus pasos
firmes y resueltos dentro del cuarto, sabían que su padre estaba
elevando sus plegarias al trono de la gracia. Su consejo era: «Planifica
tus asuntos, si te es posible, de manera que puedas pasar de dos a tres
horas, todos los días, no solamente adorando a Dios, sino orando en
secreto». Emily cuenta que, durante su última enfermedad, ella le leyó
la noticia de cierto periódico, referente a la conversión de algunos
judíos en Palestina, justamente donde Judson había querido ir a trabajar
antes de ir a Birmania.
Esos judíos, después de leer la historia de los
sufrimientos de Judson en la prisión de Ava, se sintieron inspirados a
pedir también un misionero, y así fue como se inició una gran obra entre
ellos. Al oír esto, los ojos de Judson se llenaron de lágrimas. Con el
semblante solemne y la gloria de los cielos estampada en su rostro, tomó
la mano de su esposa, y le dijo: «Querida, esto me espanta. No lo
comprendo. Me refiero a la noticia que leíste. Nunca oré sinceramente
por algo y que no lo recibiese, pues aunque tarde, siempre lo recibí, de
alguna manera, tal vez en la forma menos esperada, pero siempre llegó a
mí. Sin embargo, respecto a este asunto ¡yo tenía tan poca fe! Que Dios
me perdone, y si en su
gracia me quiere usar como su instrumento, que limpie toda la
incredulidad de mi corazón».
Durante los últimos días de su vida habló muchas
veces del amor de Cristo. Con los ojos iluminados y las lágrimas
corriéndole por el rostro, exclamaba: «¡Oh, el amor de Cristo! ¡El
maravilloso amor de Cristo, la bendita obra del amor de Cristo!». En
cierta ocasión él dijo: «Tuve tales visiones del amor condescendiente de
Cristo y de las glorias de los cielos, como pocas veces, creo, son
concedidas a los hombres. ¡Oh, el amor de Cristo! Es el misterio de la
inspiración de la vida y la fuente de la felicidad en los cielos. ¡Oh,
el amor de Jesús! ¡No lo podemos comprender ahora, pero qué magnífica
experiencia será para toda la eternidad!».
En 1850, el año de su muerte, había sesenta y tres
iglesias y más de siete mil bautizados. Un biógrafo comenta respecto de
Adoniram Judson: «Él tenía 24 años cuando llegó a Birmania, y trabajó
allí durante 38 años hasta su muerte a los 61, con un solo viaje a casa
de Nueva Inglaterra después de 33 años. El precio que él pagó fue
inmenso. Él fue una semilla que cayó a tierra y murió. Él «aborreció su
vida en este mundo». En
sus sufrimientos, «llenó lo que estaba faltando de las aflicciones de
Cristo» en la inalcanzable Birmania. Por consiguiente, su vida llevó
mucho fruto y él vive para disfrutarlo hoy y siempre.